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Heradio Hérnandez está de cuclillas a cincuenta metros bajo tierra, su casco roza la piedra del techo, el sudor empapa su cuerpo y en una mano tiene un metanómetro que mide los niveles de gas para prevenir las intoxicaciones o las posibles explosiones que, en esta región carbonífera de Coahuila, al noroeste de México, han matado a miles de mineros. La primera mina a la que entró era un pozo al que bajó a bordo de un cubo atado a una cuerda. Era un adolescente que acompañaba a su padre y casi se convierte en su último día: una “gran tabla de carbón” se cayó a unos centímetros de ellos. Ha visto inundaciones y derrumbes. En la mina es difícil moverse, cuesta respirar, si se apaga la luz de la linterna es imposible ver tu propia mano tapando tu rostro. Pero Heradio Hernández dice que ha encontrado su lugar en el mundo. No solo eso. Si pudiera elegir cómo morir sería haciendo lo mismo que, a sus 46 años, ha hecho más de media vida: extraer toneladas de carbón de las profundidades de la tierra .

Su amor por la mina, en cambio, es angustia diaria para su mujer y él tampoco quiere que sus tres hijos, ya adolescentes, sean mineros: “La mina te cobra, uno puede pagar con la vida”.

99% de la
extracción

de carbón en México ocurre en minas del estado de Coahuila

Más de 150 años

de extracción minera que ha creado pueblos enteros alrededor de esta actividad

Más de 3,000
familias

dependen directamente de la industria del carbón

40% de mineros y empresarios

consultados estaría dispuesto a dejar de trabajar en la actividad del carbón

Heradio Hernández se convirtió en minero con la inevitabilidad con que la Tierra es atraída por el Sol. En Las Esperanzas, el pueblo en que nació y el nombre de la mina donde trabaja ahora, todos los hombres acababan alrededor del carbón. Si no estudiabas te hacías carbonero, palero, carretillero o rayado; si estudiabas, ingeniero. Aún hoy, en medio de una crisis climática que exige el fin del carbón como combustible por el bien común, para los cerca de 160,000 habitantes de los cinco municipios que integran la región carbonífera de Coahuila es difícil abstraerse de la piedra negra. El paisaje es un desierto con una sucesión de agujeros en la tierra y montañas grises, las plazas de los pueblos están presididas por estatuas en honor a los mineros como si se trataran de soldados caídos en combate y la mayoría de los barrios están bautizados con nombres de minas, algunas ya extintas. De este territorio se extrae el 99% del carbón en México. Unos días antes de que Heradio Hernández nos enseñara la mina, un grupo de niños y niñas de Barroterán, un pueblo a 20 minutos de Las Esperanzas, hacían un dibujo en el que eligieron el negro para pintar las nubes.

El carbón de esta región se formó cuando desaparecieron los dinosaurios con el impacto de un meteorito en Chicxulub, Yucatán. Después de 65 millones de años, a finales del siglo XIX, grandes empresas estadounidenses y japonesas empezaron a extraerlo para alimentar a los ferrocarriles. La gente empezó a llegar a este desierto en el que se formaron los municipios de Juárez, Múzquiz, Progreso, Sabinas y San Juan de Sabinas. Hasta los años 20 los campamentos se extendieron vertiginosamente, con sus teatros, sus salones de fiesta, sus plazas de toros, al estilo de las películas sobre la fiebre del oro en Estados Unidos. Desde ese entonces el combustible, con el que hoy se forja el acero y se alumbran nuestras casas, se convirtió en identidad, historia, cultura, dinero y tragedia para esta región. Todo el mundo tiene una opinión sobre él, como la tenemos sobre un viejo conocido: “sustento”, “dinero”, “angustia”, “miedo”.

La industria carbonífera de Coahuila está en medio de una crisis, pero todavía unas 3,000 familias dependen directamente del carbón y cerca de 11,000 empleos indirectos. Lo que no ha cambiado, tanto en ciclos económicos de auge o caída, es el riesgo y la precariedad desde el primer siniestro registrado, en 1889, cuando 300 mineros murieron en la mina El Hondo por una explosión de gas. Matías Zamora, que después de cuatro años como agricultor ha regresado este año a la mina por necesidad, cuenta que cada mañana se encuentra a varias de las personas con las que hace 20 años había iniciado en la minería a bordo de una destartalada camioneta a la que ni siquiera se le abre la puerta del chofer.

Ser minero de carbón es uno de los oficios más peligrosos del mundo. Lo es incluso en las minas grandes como las de MIMOSA y MICARE, más mecanizadas y con mayores medidas de seguridad (que cada vez cierran más). Lo es, sobre todo, en los cientos de minas informales y clandestinas, que cada vez proliferan más: apenas cuevas o pozos donde los mineros hacen jornadas de siete horas durante seis días a la semana. Sin ventilación, sin botas de punta de acero, con cascos viejos y sin importar el nivel de gas. Jugarse la vida tiene un precio: unos 80 pesos por tonelada, 12,000 al mes.

Heradio Hernández dice que para ser minero lo primero es tener “mucho corazón”. En la región, hay un dicho más completo: “mucho corazón y mucha hambre”. Él, que ahora es encargado de seguridad, tiene grabada en la cabeza la frase de todo minero que sabe que entrará en la mina, pero no sabe si va a salir. “En la calle somos compañeros, conocidos, aquí somos todos hermanos”. A él, que quiere morir en la mina, también le preocupa que la mina muera antes que él. Las Esperanzas vende su carbón a la Comisión Federal de Electricidad para surtir a las dos carboeléctricas del municipio de Nava, también en Coahuila. Heradio Hernández sabe que la vida útil de las centrales acabará en los próximos años. Lo que no sabe es qué le espera.

—Si no fueras minero, ¿qué serías?
—Nunca lo he pensado—, dice después de unos segundos en los que parece que lo ha pensado por primera vez.