T R A N S I C I Ó N ·
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Omar Navarro nació en un pueblo llamado Minas de Barroterán, proviene de una familia minera y la impresión de ver a un hombre tiznado de negro se entremezcla con sus primeros recuerdos de la infancia, pero a los 14 años se prometió que nunca entraría a una mina y, hasta ahora, que tiene 26, lo ha cumplido. “Para mí no significa trabajo. Para mí son todas las muertes “, dice este chico de cuerpo menudo y cerebro inquieto. A Omar siempre le aconsejaban que mantuviera los pies en la tierra, o “los pies en carbón”, como él ironiza, pero prefirió crear su propio mundo alejado del combustible que le rodeaba. Se encerraba en su cuarto a practicar trucos de magia, escribir relatos sobre su pueblo y su gente y, cuando leyó El llano en llamas de Juan Rulfo, acabó de convencerse de que las cosas se podían decir de otra manera, ver de otra manera, pensar diferente desde un desierto determinado por el carbón.
Cuando se hizo adolescente quería ser mago, escritor o cineasta. Sus padres le dijeron que se iba a morir de hambre. También, marcado por las tragedias en las minas, le atraía la idea de ser defensor de derechos humanos. Sus padres le dijeron que lo iban a matar. Omar Navarro acabó en la maquila durante años, que si en otros lugares del país es el trabajo que nadie quiere hacer, aquí ha sido el que ha permitido a muchos chicos de su edad huir de las minas. Ahora, después de estudiar guion de cine, en enero se irá a Guadalajara con una beca para cursar Comunicación Audiovisual. Tampoco se ha olvidado de los derechos humanos: colabora con la Organización Familia Pasta de Conchos. Entre otras cosas, se metió durante meses en el registro para saber cuántos mineros habían muerto desde finales del siglo XIX.
Se reducirán en un 37%
las emisiones Gases de Efecto Invernadero en el sector eléctrico mexicano si se cierran las plantas de Coahuila y Guerrero
Hoy hay un balance positivo de generación
por eso, si desaparecen las centrales carboeléctricas de Coahuila no sería un reto para el sistema eléctrico, pues se genera más de lo que se consume.
15 años
sería el tiempo mínimo que tomaría una transición energética justa.
Las mujeres de las comunidades son quienes ejercen la mayor presión
a las mineras y se manifiestan sobre la violencia que viven los mineros, aunque la mayoría de los trabajadores son hombres. Es necesario incluirlas para buscar alternativas.
Es una tarde de octubre de 2021 y Omar está en el patio de la casa familiar con su hermana Martha Rubí y un grupo de amigos, Valentina Mireles, Fabián Vázquez y Jorge Luis Matamoros, todos entre los 30 y los 21 años. Conversamos bajo la sombra de un árbol, que aun en esta época templada es un alivio contra el sol.
Solo Jorge, el mayor, ha sido minero. “Al principio la mina para mí era miedo. Luego fue sustento y alimento. Ahora cuando veo un tajo pienso en la destrucción y la contaminación. Yo he estado ahí y eso no es vida”, dice. Jorge trabaja en la compañía Trinity, la mayor maquiladora de la región. Cuando empezó ganaba casi cuatro veces menos que de carbonero, por el camino la falta de dinero ayudó a acabar con su matrimonio, pero no quiere regresar a la mina.
Martha Rubí es ingeniera de sistemas y desde pequeña le gustaba curiosear con las computadoras. Ahora trabaja en una universidad. Las consecuencias de la crisis del carbón las ha visto en las aulas. Cada vez que cierra una mina los jóvenes dejan sus estudios para ayudar a sus familias. Lo otro que le gustaría estudiar, además de su pasión por la computación, es psicología. Ha visto demasiado de cerca y demasiadas veces los traumas que sufren las familias de los mineros muertos.
Fabián Vázquez tiene 21 años. En persona habla poco, pero con una pantalla se desata. Después de una hora en la que hay que arrancarle las palabras, muestra en su celular un vídeo de él bailando cumbia como si no hubiera mañana. Quiere ser youtuber. También trabaja en la maquila.
Karen Valentina ya trabajó en la maquiladora cosiendo, fue mamá, dio clases en poblaciones rurales a siete horas de su casa, donde no llega la luz ni el agua potable, ascendió a supervisora, se casó y se divorció, y estudió derecho, que es a lo que ahora se dedica en un despacho de abogados. Tiene 25 años.
Estos jóvenes representan la generación de la ruptura. No quieren seguir los pasos de sus padres en la mina. Sus padres tampoco quieren que lo hagan. Incluso el 40% de las personas involucradas en el negocio del carbón estaría dispuesto a cambiar de rubro económico. Las mujeres, que en la cultura regional siempre habían sido retratadas como las viudas de los mineros, buscan su propio camino. Saben que el carbón mata personas. Saben que el carbón contamina, aunque la crisis climática les suena a algo abstracto. No han leído los múltiples informes sobre la viabilidad de, por ejemplo, implementar energía solar en una región donde casi todos los días del año brilla un sol abrasador. También desconocen los tratados internacionales que México ha firmado para descarbonizar el país en 2030 o que la vida útil de las dos carboeléctricas de Coahuila, a las que se destina casi la mitad de la producción de carbón, acaba en ese mismo año. Ellos ven los problemas de su cuadra. Por ejemplo, los rumores de que la Mina VII, que preside la entrada al pueblo, cerrará este diciembre.
Pero, si el carbón es un presente ajeno para ellos, ¿qué pasa con quien ha sido carbonero toda la vida? ¿Cómo sobrevive un pueblo minero al bien común? En Barroterán han tenido un par de ejemplos de qué ocurre si no se planea un final. El año pasado, ya en medio de la pandemia, la CFE dejó de comprar carbón durante siete meses. En 1989 el cierre de una mina vació de tal manera el pueblo que se empezó a quitar el alumbrado.
Al día siguiente de la charla con los jóvenes, nos volvemos a reunir en el patio de la familia de Omar, esta vez con tres mineros que juntos suman más de 60 años de experiencia.
Alonso Armando González ha venido desde Saltillo, a unas cuatro horas, donde migró después de que el 29 de abril del año pasado lo despidieran y se acabaran sus más de dos décadas en las minas. Ahora se dedica a bajar migrantes del tren de Ferromex en su camino hacia el norte. “La mina te da mucho, pero te lo quita todo”, dice mientras repasa las múltiples explosiones, lesiones o amputaciones que le tocó vivir como minero.
José Antonio Contreras, 42 años, entró con 16 a una mina, siguiendo la tradición familiar de su abuelo y su padre. Es uno de los pocos mineros que habla no solo del miedo, sino del “pavor” que causa bajar a las profundidades de la tierra. “En gran parte el carbón sí te está ayudando en tu vida y en gran parte estás contribuyendo a dañar el planeta”, dice sobre la crisis climática de la que ha aprendido en los talleres a los que ha asistido. Le da “vértigo” el día que el carbón se acabe porque para él ya es una forma de vida, pero también dice que la herencia carbonífera “es una cadenita que queremos romper aquí”.
Durante el paro de compra del carbón del año pasado, Javier Garza, 54 años, regresó a Piedras Negras, su ciudad natal, para trabajar como soldador. El resto de las últimas tres décadas las ha pasado en diferentes minas. “A mi edad… si el carbón se acaba, trabajaría de otra cosa. Me gustaría trabajar en otra cosa. Me gustaría jubilarme, pero la jubilación no me alcanzaría para vivir. Me tendría que ir de aquí”, dice.
El carbón ha marcado la historia de todas estas personas: fuente de trabajo, causa de traumas, mitos sobre héroes. Cualquier transición energética justa tiene que pasar por ellas. Si Omar Navarro escribiera un libro sobre Barroterán para que lo leyera un extranjero empezaría así: Había una vez un pueblo minero. Pero le gustaría cambiarlo. Él se imagina que la región carbonífera se pudiera convertir en un enorme set de rodaje para películas. Quizás una de ellas la escriba él algún día.
Un proyecto sobre el carbón en la mirada de los jóvenes de la región carbonífera
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